-Tengo que contarte una amarga verdad: Nunca lo hice.
Sé por lo que estás pasando porque los motivos se escapan a tu comprensión. Sientes la culpabilidad porque desconoces su sabor.
Y mas allá de la simple decepción...
Hay un látigo que a cada latido chasquea dolorosamente su nombre. Mientras duermes, mientras hablas, mientras lloras, mientras vives...
Y más allá de dejarse de escuchar, con el tiempo te acostumbras a el.
Con la esperanza vana de que tras muchos años, su recuerdo pase a ser de piedra y su nombre deje de atormentarte...
-¿Y cómo consigo eso? ¿Dejar de recordar lo antes posible?
-No puedes. Si lo que sentíais era real, nunca podrás dejar de oír su nombre mientras, en tus entrecortados sollozos, luchas por respirar con calma.
-Yo no quiero eso...
-Nadie lo quiere. Pero la esperanza y la tímida recompensa de poder veros de vez en cuando... De constatar vuestra mutua salud, de poder observaros en secreto, abrazados a una chispa desesperante de fe.
Apostaste, y has perdido. Aquí nadie sale ganando.
-Lo siento. Creo que ahora comprendo mejor lo ocurrido, y no obstante, necesito disculparme por ser tan egoísta.
-No te disculpes. Mis circunstancias han sido malas, pero han hecho agotar los ojos que hoy ves. Sé cuál es el juego, y se cómo se apuesta.
He quedado en un reducto de consejo de lo que un día fui. Y, todavía hoy, aún sigo abrazado a ese látigo que zarcilla mi alma repitiendo tu nombre.