Era una noche fría, oscura, sin luna, y aunque hubiera, las nubes hubieran ocultado cualquier rastro de luz igualmente. Bajo una espesa niebla, que se depositaba en el reducido pinar que se adentraba ladera arriba, el silencio era absoluto, no se oía pisada alguna, no se escuchaba el batir de alas de algún cuervo, algún lobo merodeando o conejo saltando de su madriguera en busca de algo de comida.
El silencio era absoluto incluso en la mansión que se alzaba imponente, en un claro del bosque de pinos y abetos jóvenes, achaparrada, llena de ornamentos en su estructura, recargada de por sí con columnatas pegadas a la pared, y poyetes suntuosos y opulentos.
Al igual que las ventanas y columnas, la puerta lucía columnas más pequeñas, blancas, o grises, según. Hojas de parra se enredaban en los bajos de la puerta pesada de madera, roble quizás, pero cualquiera lo hubiera adivinado en la penumbra en la que estaba sumida. Junto a ella reposaba en el suelo una campana de latón, desgastada y roída, cubierta de una capa de polvo y suciedad, como si hubiera anidado algún día alguna golondrina, y hubiera caído con el peso del cubículo. llevaba un camino de tierra blanda, cubierta por zonas ralas de hierba y arbusto según avanzaba hasta perderse en la oscuridad... o hasta un pequeño punto iluminado de forma tenue. Como un resplandor distante, casi una mentira. Entre unos arbustos, en un respiradero, más allá, adelante del camino de tierra blanda y mal cuidado se enterraba un parapeto de ladrillo grueso, en el cual una joven, rodeada de pantallas y con un micrófono manos libres observaba y tecleaba de forma delicada, casi imperceptible, temiendo perturbar el sueño silencioso que envolvía al bosque.
En la mansión achaparrada, de unas tres plantas, con numerosos muebles tapados con sábanas, polvo y fragmentos del estucado de la pared y el techo repartidos por el suelo de frío mármol.
Dentro de una de las numerosas habitaciones hay tres jóvenes, un chico con media melena que le tapa los ojos, en la completa oscuridad; una chica con el pelo largo, recogido en una cola de caballo en la nuca y otro joven, mayor y corpulento con ropas anchas y pelo corto. El brillo entrecortado y mortecino del propio mármol en contrapartida con la oscuridad del exterior de las ventanas.
Parecen ajetreados, se mueven con celeridad y silencio completo de un lado a otro de la estancia, moviendo cajas y monitores apagados de un lado a otro, con urgencia.
La tensión es ciertamente palpable, hablan en rápidos murmullos, ungidos por algún tipo de temor.
En el cubil de ladrillo, más allá de los muros color hueso apagado de la mansión aplastada, delante de la joven apostada comienzan a pasar todoterrenos, negros, con los cristales tintados, los faros apagados y sin hacer apenas ruido con sus grandes y pesadas ruedas en el blando camino salpicado de matojos. Como heraldos de la noche, tan oscuros y silenciosos como ella, parecían acudir del mismo infierno, jinetes de la muerte, con sus grandes fauces entreabiertas. Exhalando vapor caliente y tóxico hacia dentro, consumiendo oxígeno con avidez.
La joven marca un número con desesperación y llama a través del manos libres.
En el piso bajo de la mansión medio hundida, el joven de media melena se lleva la mano al oído y escucha en silencio.
-... ... ...* ¡Corred!* -zzZZz- ..salir de ahí... ZZZ Rápido! zzzZZZZZ*
-¨¿Que? ¿Por que?
Tras escasos segundos, el joven, con el labio temblando de nerviosismo, evacua al resto de los ocupantes de la estancia, a la voz de "Ya vienen" "Llevaos lo que podáis" mientras se deslizan ágilmente entre cajas y puertas, recogiendo y con urgente y creciente miedo se dirigen a la puerta trasera de la casa, semi oculta tras unos arbustos altos que nunca nadie se molestó en cortar.
Se precipitan fuera de la mansión, con algunos bártulos en las manos, expectantes, y sin aliento, pisando la blanda tierra salpicada de césped que otrora hubiera estado cuidado. Callan. En el más absoluto silencio de la noche, su respiración parecía un desafío a la propia naturaleza de la noche, una perturbación de la tranquila y paciente oscuridad que parecía envolver el mundo entero.
En el silencio oscuro y denso, como la niebla que recubre las ramas más altas de los pinos cercanos parece haberse oscurecido, por deseo de algún ente maligno. Asustados, inquietos...
Pero hay un segundo silencio, un silencio denso, espeso y goteante, un silencio que lentamente consume tu paciencia, tu cordura y tu alma. Un silencio perturbador y caótico que penetraba y calcinaba. El silencio mediocre que hasta ahora parecía que reinaba se retiraba hacia un segundo plano hasta desaparecer. Como un enorme depredador oscuro, con unas fauces cubiertas de baba, de aliento más frío que el hielo, con los músculos en máxima tensión a punto de saltar sobre su presa y despedazarla.
Al dar el primer paso renqueante, lleno de dudas y miedo, el primer rugido y unos enormes faros delanteros y unos focos adicionales en el techo de un todo terreno negro como la obsidiana, desprendiendo un aura de malignidad, un halo de oscuridad y muerte, como un enviado divino de sufrimiento cegando a sus presas, divertido por jugar.
Una tras otra, se encienden más y más focos, cegándoles, obligándoles a tirar las cajas para taparse los ojos y asirse a algún punto que no estuviera inundado de aquel brillo divino que parecía salido del mismo infierno.
Los amenazantes todo terreno oscuros han desaparecido, tras los potentes haces de luz, fusionados con la oscuridad, en el miedo y la desesperación. Alimentándose de ellos, con las fauces salivando, hambrientos. Atónitos, la luz penetra incluso en sus párpados cerrados con fuerza, mientras sienten como la pared de la casa se fusiona en un fondo blanco, brillante y doloroso, y observan como las sombras de sus compañeros se difuminan cada vez más, hasta desaparecer, envueltos en aquel haz de luz asesina. Y después, silencio.
Un silencio vacío, pero más lleno que antes, en la completa oscuridad, la niebla rozando y deshilachándose de la cima del lóbrego pinar, oscuro y deprimente, un silencia que entra hasta lo más hondo de la casa, y recorre las habitaciones más recónditas. Dejando de nuevo el fondo de oscura y silenciosa quietud, regida por la luna inexistente, dada la espalda, mientras el mundo se sume en la oscuridad creciente mientras despojos deshilados de una presencia mayor dejaba unas invisibles y confusas huellas. En aquella mansión achaparrada y descolorida, recargada y vacía ya sólo moraba el espíritu de la ira divina... Mientras la pared de mármol refulgía débilmente por la súbita ola de luz, en el claro de pinos y abetos, quemando tiempo.