viernes, 10 de enero de 2014

Eterno

Echaba de menos sus propias palabras.
En aquella calle oscura, quizá no importaba realmente el color de su pelo engominado, ni siquiera el de sus ojos, pero el ensordecedor sonido petardeante había hecho que el mundo tomara un color parduzco y gris, en el que los colores solo eran retazos de blancos y negros, sombras burdamente recortadas que mantenían su forma gracias a las farolas tintineantes.
Adoquines cincelados como una malla, escupidos con orden milimétrico se dispersaba por la calle, a ambos lados.

Después del primer disparo, todo sabía a plomo.
Parecía una eternidad desde la última vez que había tomado una bocanada de aire. El sudor recorría tan lentamente su frente que podría haber sido cristal con pegamento extrafuerte.
Su corazón dejaba de bombear, parado, causando una arritmia que se volvía cada vez más mortal.
Paecía mentira que entre tanta simetría, tanta perfección medida y construida, su propio cuerpo fuera tan desacompasado.

O eso pensaba.

La mujer que aquellos hombres de gris y negro con rostros difuminados tenían sujeta por los brazos conmocionada y a la que conducían hacia aquel coche oscuro con la puerta abierta, como si fuera una cueva impenetrable, la mismísima entrada al Tártaro, no tenía nada que ver con el, pero desde aquella ventana del piso franco de la policía le había dejado impactado como si hubieran disparado a su mismísima madre.

El resto de compañeros estaban corriendo alrededor suya lentamente entre un revuelo sordo de pisadas, papeles y llamadas, porras, susurros de capas y botas bajando las escaleras. Estaba totalmente petrificado, envuelto en una semioscuridad apagada con unas velas de la otra punta del cuarto.
Las voces del auricular grande y pesado llegaba amortiguada, lejana y confusa, como si hubieran amordazado al emisor y no pudiera más que pedir auxilio por la línea. O lo intentara.

Pero eso no mitigaba el caos que había sido formado fuera aquel impacto.
Cerca de una decena de hombres oscuros y presumiblemente armados estaban rodeando aquel coche horrible, oscuro, que insistía en engullir a la mujer y aquellas sombras llevaban a sus fauces.
No podría diferenciar quien disparó, todos eran sombras sin identificar con risas malévolas ante sus ojos aún cuando del arma salía un hilo de humo ténue y delator.
Sabía que era una señal.

Aquello era peligroso.
Aquello no era lo que querían sus padres.


Era jóven y su familia siempre le instigó a seguir el camino de alguacil para labrarse un futuro legal y honrado, lejos de las calles oscuras. No salió tan bien como ellos esperaban, suponía, pero tampoco podía decir gran cosa. Entraba dinero en casa y su madre podía costearse medicinas y comida, lo que no era poca cosa.
No comentaba trabajo en casa para no preocupar a nadie, pero bien era cierto que el ingreso era lo único que mitigaba su miedo aliviándole el pecho.

Lástima que no fuera eso lo único que lo atenazaba ahora.
El chaleco que llevaba debajo del jubón áspero y negro de la policía estaba frío y le ponía la piel de gallina, justo lo que llevaba sintiendo toda la noche en la escucha.
Las sombras le arrebataron la vida a su padre y gran parte de su familia, pero no era eso lo único. También le habían dado vida al resto.

Y ahora también se cobrarían la suya.
Como un perro hambriento y asesino devoraría hasta la última migaja, y cuyo dueño disfrutaba como si fuera una partida de bolos.
Irónicamente, todos pagaban su factura. Su ayuda sería la vida de su madre.


Tiró de la anilla para pasar la pólvora por las celdas del chaleco y encendió su mechero al borde del cuello. La chispa duró apenas un par de segundos mientras corría.

Aquella mecha se consumió más rápido que los acontecimientos y su corazón en el último minuto.
Mientras un par de lágrimas pujaban por salir de sus ojos, la luz dejó que las sombras desaparecieran por fin y para siempre, de su vista. Era libre.



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