En nuestro destino, me siento apartado.
Y comienzo a andar.
Camino como si no tuviera un fin concreto, un objetivo.
Camino por calles familiares de un lugar desconocido, por esquinas de mi mente que padece desaliento, y al fondo, una lúcida y débil bombilla señala la renuncia de mi situación.
Mi propio despido.
Mis dientes se aprietan por un momento, las yemas de mis dedos sienten el cosquilleo de un tic, y mientras voy caminando cada vez a mayor ritmo me olvido de la compañía que me había ignorado, o a quien había ignorado.
La necesidad de una ayuda que me permita superar u olvidar.
La necesidad de ser escuchado por un extraño, de dejarme llevar.
Mientras atravesaba un parque mal iluminado, recordaba que también contaba mi historia.
Un hombre demacrado y sucio. Solo.
En ese momento sentía el espíritu de aquel caminante poseer mis pasos.
Y caminé solo, dejé atrás a todos... aunque a veces diera rodeos para ver al resto de la comitiva. Desde esos ángulos, parecía todo tan normal, tan perfecto.
Pero seguía caminando por calles oscuras, rodeado de conversaciones frívolas y breves, de un mundo cada vez más opaco, más oscuro.
Y no sentía que perteneciera ni a un lugar ni a otro.