Mi destino está ligado a mi horrible pecado.
Un pecado perenne y reiterativo, brusco y de naturaleza pasiva, que en su vileza y maldad reposa sobre mis ojos y recrudece mis entrañas, revolviéndolas de placer y curiosidad, vicio y paciencia.
Por mi confusa propensión a la ignorancia, y mi magnética sin pecado que insisto en culpar por los actos consabidos que cada noche al dormir sueño con sus labios, me retuerzo entre vergüenza y hastío, presa de mi natural curiosidad y abandono a los placeres de la carne y la mente.
El tiempo, mi poderoso compañero, ha resultado anteriormente un gran amigo y consejero, en tanto que otras simplemente he decidido ignorarlo como quien deshecha un fruto podrido, y esta vez, quizá por despecho o quizá por cansancio, esta vez parece fuera de mi alcance, tal vez no sepa cómo ni cuando iluminar mi camino con sus sabios y obvios consejos, que me hacen esperar una comprensión fuera de toda duda, lógica y llana a mis perturbaciones.
Mi pecado no es tal, en tanto en cuanto lo trato de normalizar y excusar, dado que no es falta si no novedad la que me impulsa a la pasiva diferencia del consecuente abandono al placer y comodidad, junto a la curiosidad humana de acaparar la máxima cantidad de felicidad junto a la mínima dudad sobre ella.
Quizá no estoy hecho para tales complicaciones y quizá no sea un paso firme por el que camino tan cuidadosamente y mi despreocupación sea precisamente la causa directa del abandono de la desazón en mi pecho, junto a la liberación de mi propia psique, a la que tanto debo respiro y simpleza.
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