Las gotas resbalaban poco a poco, dejando pequeñas perlas plateadas, limpiando su piel, rasgando la capa de mentira y autocompasión que mantenía alzada las 24 horas. Acurrucado bajo la lluvia incesante, violenta e imparable de la alcachofa de ducha, sentado y agarrado a sus rodillas, parecía más cansado que nunca. Ciertamente, lo estaba. Sentía todos y cada uno de los años de vida que habían pasado sobre el como si la constante presión del agua le hundiera los hombros cada vez más, envejeciera su rostro, apagara sus ojos y agarrotara sus músculos... Como si le quisiera hacer comprender que su máximo rendimiento había sido otorgado y era la hora de rendirse para siempre.
Los arañazos de las gotas al impactar contra su espalda le comenzaba a causar un picor incómodo, pero no lo sentía. Se concentraba y trataba por todos los medios que sus manos dejaran de temblar, aún cuando la temperatura formaba nubes de vapor a su alrededor, que se adherían a los cristales y a las paredes, dejando una fina capa opaca y blanquecina sobre ellas. No controlaba el temblor de sus muñecas, temblaba como un niño, sin sollozar, sin llorar, sin gritar. Sólo una máscara de impasibilidad, inexpresiva y agotada reinaba en su rostro, mientras empapado observaba como de sus dedos se desprendían las tímidas gotas lentamente y caían, se unían a un torrente mayor y se las llevaba el desagüe y no volvían a aparecer...
Hubiera dado todo lo que tenía en aquel momento por poder llorar de la misma manera... Que el agua se fundiera con sus amargas y saladas lágrimas, y con su vergüenza fueran arrastradas para no volver a verlos nunca más.
Para no volver a despertarse cada mañana con la certeza de que tendría que acostarse... Y tendría que convencerse para hacerlo sintiéndose menos culpable consigo mismo. Levantarse de nuevo y odiarse cada día.
Deseaba quedarse allí dentro, acunado por el retumbar del agua en su cabeza, olvidarse de todo. Allí no había problemas, los estaba expiando. No había tiempo, no había horas... Había soledad. Siempre la había habido. Frotar cada centímetro de su piel para limpiar su alma, su corazón, su cerebro, raspar con el estropajo de cerdas hasta hacerse daño, la piel rosada por la presión y no conseguir limpiar su vergüenza. Su desprecio hacia sí mismo sólo es comparable con el desprecio que siente hacia su vida y hacia la mayoría de seres humanos.
Siente frío, tiene los huesos helados, los músculos agarrotados, el cerebro embotado, pero nunca pensó más claramente. No quería más de eso.
No quería seguir viviendo envuelto en el desprecio. Envuelto en las múltiples máscaras de deseos sobre su vida, en una persona diferente cada vez, sin poder ni fuerza para levantarse y gritar basta. En caer derrotado cada día sobre la cama y tratar de contener las lágrimas. En fingir que todo va bien. Que es su decisión. En tratar por todos los medios no volverse loco.
Deseaba, por una vez, ser feliz. Volar lejos. Olvidarse de sí mismo. Deseaba abandonar su cuerpo, su vida miserable y su propia vergüenza. Deseaba perderse entre la nada y esperar que nunca volvieran las horas atrás... Que no recordara nunca más el pasado, para no llorar nunca más por el.
Deseaba la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario