Por más que el odio haga mella de manera inútil en mí, ningún hecho puede superar el perdón y la comprensión de la que por excelencia hace gala mi pedantería. Aquella que me adjudicó un sueño antes de siquiera formularlo.
Tu gracia y tu luz llenaban mi vida tras la fortuna del desconocimiento que otorga la ingenuidad.
Cuanto mayor era el desconocimiento, menor era mi dolor punzante.
Cuanto más conocía... más observaba que mi situación no debía su integridad a su fuerza si no a su más pura debilidad.
Aún hoy, sin más que aportar, alimenta mi ira, mi dolor y mi certeza de desdicha el hecho de que jamás será la familia la que comparta tras el fino cristal de la gloria personal de su descendencia. Y la mía.
Que jamás será por lejos el mundo el mismo lugar, tal como lo llegué a conocer y que los brillantes que lucieron ya nunca jamás vivirán.
Más aún la fina y rota capa de la esperanza sigue ondeando con débil y fría resolución. Impertérrito, me observa y me remueve para recordar su permanencia... La fría y dolorosa permanencia que entre brisas termina por remover poco a poco las agujas hundidas en mi mismo... y por mi mismo.
Quizá no fueron mis historias hechas para ser ciertas.
Quizá mi obstinación sea la clave y razón de mi hundimiento y del deshonor que cargo.
Quizá eso sea más de lo que puedo aportar y de lo que quiero merecer.
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