miércoles, 27 de marzo de 2013

Religious Sin

Salí al exterior para tomar una bocanada suave y gélida de aire fresco. Me apoyé en la barandilla y observé el atardecer lento y perezoso, como se ocultaba el sol tras un espejo marinado y dorado. La caricia del viento estimuló mis sentidos hasta el punto de cerrar los ojos y dejar que el tiempo barriera de mi las sangre y las pesadillas. 

Cuando abrí los ojos, aún seguía apoyado en la barandilla de aquel transatlántico que me llevaba a Francia, esperando a que ocurriera algo, sabe Dios que es lo que pretendía que ocurriera. Llevaba demasiado tiempo para mi gusto en aquel bote gigante, y el espeso, denso y lleno de recargados pasajeros del ambiente del comedor que reinaba dentro me asfixiaba por momentos y hacía que una gota de sudor recorriera mi cuello lentamente, con dolorosa parsimonia.

Mirando el mar atardecer, refulgiendo en oro y cobre, en su grandiosidad e inmensidad sentía la suave pero constante brisa y como el calor que el astro rey se iba disipando entre las nubes emergentes... 
Saqué mi cajetilla de Chester del bolsillo interior del tres cuartos oscuro y escogí un cigarro al azar. Busqué el encendedor entre los numerosos bolsillos de la chaqueta y del abrigo, de los pantalones, con el cigarro en la boca, lacio y muerto. Después de algunos intentos, la chispa encendió en el extremo del tembloroso cigarro, dotándolo de vida, en contra del viento que, obstinadamente extinguía y menguaba la llama del encendedor.
Tras una profunda calada inaugural, que se llevó el viento a medida que salía de mi boca como un pañuelo deshaciéndose por el aire, formando abstractas imágenes en el firmamento, recapitulé un poco...

Llevaba muchas horas sin dormir, sin descansar apropiadamente. Las investigaciones en terreno americano en algunos antiguos mausoleos y templos abandonados tiempo ha habían sido agotadoras... Por no hablar de la sangre.
Había en todos ellos sangre por todas partes. Ocupantes religiosos, frailes o lo que fueran, habían sido crucificados con clavos en las palmas, codos, y hombros en una viga y con el vientre rajado unos centímetros por debajo del ombligo, de modo que se le habían agolpado las tripas, pero no habían caído, prolongando su agonía, desangrándose lentamente. A otros, en cambio, les habían sacado los ojos, cuyo paradero no había sido encontrado aún cuando me marché, y también yacían destripados, rodeados de sangre. Mucha sangre.

Un sólo psicópata podría haber hecho eso a un par de personas, tres como mucho. Pero más de una veintena de monjes, todos con una hora de muerte similar, en diferentes lugares, es una cosa muy diferente. No podía dejar de pensar en que había algo gordo detrás de eso... O algo mucho peor y ancestral...
Apreté el crucifijo que llevaba al cuello con la mano libre, mientras daba otra calada y observaba, esta vez con aprensión, la oscuridad que iba engullendo la nave y el mar despacio...


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