viernes, 20 de marzo de 2015

(...o la inesperada virtud de la ignorancia)

Quizá su mala cabeza, o un acto premeditado la dejó embarazada. Su pareja está ausente, creo que por trabajo. En realidad no lo sé. Y tampoco lo pregunté.
También están ahí, igual que un amigo de toda la vida, otras dos mujeres, y alguien más, que, del mismo modo y manera que yo, rodean en el vagón de tren el carrito del niño pequeño.
Ninguno está preparado para eso. Ni siquiera él mismo.

Estoy desplazado.
Incapaz de conversar con nadie, miro como todos interactúan entre si. Hablan sobre el niño, sobre clases, el trabajo, las rutinas de cada uno. Su día a día, y lo único que puedo hacer es observar, no participo en ninguna de ellas.
Quizá, después de todo sólo sea eso, un espectador. Puede que realmente no esté aquí, puede que me haya ido mucho tiempo antes.
O puede que nunca estuviera.

Observo impotente como dos se besan, apasionadamente, con normalidad. Y con fruición.
Un latigazo de traición cruza mi mente por un momento, pero ni siquiera encuentro fuerzas para juzgarlo. Ni siquiera sé por qué iba a hacerlo. Estaba acostumbrado.
Intentaría aprovechar y meter la cabeza entre medias, pero me ignorarían, tal y como ocurrió.

Dejo de esforzarme en nada que sea mínimamente egoísta y salgo del tren para tomar el aire y quizá fumarme un cigarro. La sensación de culpa, remordimiento, odio, verguenza y envidia se agolpaba contra mis sienes, y me baila la vista, del mismo modo que me calienta las orejas.
El revisor hace sonar el silbato y urge a los rezagados subir al tren de inmediato.